Ruthless Criticism
Análisis de la edición "Gegenstandpunkt"
1/1995
¿Cuál es el
origen del racismo y
cómo funciona?
1. El patriotismo común y corriente
es
la base del racismo
La aversión de los racistas, cuya
consecuencia
extrema es la selección según criterios raciales, se
dirige contra los que no pertenecen
al “propio” Estado o al “propio” pueblo. Lo que los defensores de las
reglas
habituales del juego no quieren notar es en el fondo bastante simple:
La
aversión contra los extranjeros supone un sentimiento de
formar parte de un
colectivo más allá del estar subsumido a un Estado
particular, a su sistema
económico etc.
a) Quien vive en Alemania, Francia,
España o donde sea, se encuentra
sometido a las más diversas constricciones (que se presentan
como
condicionamientos) en las que uno tiene que apañárselas
prestando sus
servicios: Si tiene demasiado poco dinero se ve obligado a trabajar por
otros,
lo que tampoco le enriquece; el dinero que obtiene es en todo caso
suficiente
para que sea requerido como contribuyente; el descontento previsible
predestina
a acudir a las urnas para facilitar a los partidos la selección
del personal
gobernante; de vez en cuando hay que cuadrarse como soldado y morir por
la
patria, porque defender estas magníficas condiciones de vida no
lo puede llevar
a cabo la minoría que verdaderamente se beneficia de ellas. Y
claro está que
todas estas circunstancias objetivas llevan consigo tanto concordancias
como
oposiciones entre los individuos participantes que resultan de sus
respectivos
intereses. Pero es igualmente obvio que esta
incorporación de los
ciudadanos a una asociación forzada, económica,
jurídica y políticamente
predeterminada no genera ni un extraordinario sentimiento de “identidad
nacional” ni el deseo de excluir a otros del “propio” rebaño.
Tal idea supone
interpretar los deberes reales que impone un Estado capitalista
– y que
uno cumple porque de su cumplimiento depende la propia existencia –
como
deberes morales que uno asume consciente de su propia
responsabilidad,
como contribución a una obra común universal.
b) Claro, el hecho de que exista una
tal integridad superior a la
que los diferentes grupos desde el Estado y la economía hasta el
hombre común
todos prestan sus servicios más o menos honorables sólo
se revela al punto de
vista moral. Pero aun prescindiendo de que sin tales exaltaciones la
relación
entre servicios y provecho reales aparecería tan miserable como
es – para
participar en los engranajes de la vida burguesa es entonces
imprescindible la
falsa consciencia – la idea de una “comunidad nacional” o de un “bien
común” es
fatalmente productiva.
Esta idea justifica todas las obvias
oposiciones entre los
diferentes intereses sociales, las diferencias en la relación
entre prestación
y retribución que dependen de la propiedad de la que uno
dispone, y justifica
también la jerarquía de las profesiones y rentas: en esta
visión moral son
contribuciones y contribuyentes que la comunidad necesita para que la
obra
común funcione bien. Aunque personalmente uno considere injusta
su propia
posición social, queda fuera de dudas que la comunidad nacional
debe procurar
un orden en el cual cada uno debe ser insertado. Con ello, ya
no
interesan los medios de los que disponen las diferentes clases
de
ciudadanos y que causan dependencias muy particulares: todo
esto se
interpreta y reconoce como partes integrantes de un orden – uno
de
derechos y deberes – que necesita una comunidad para que funcione. Un
orden del
que no sólo la autoridad debe ocuparse, sino al que encima cada
miembro de la
comunidad, sea la que sea su posición social y su importancia, tiene
derecho.
2. Los diferentes tipos de racismo
El estar
consciente de este derecho origina
una
clasificación del mundo.
a) Una vez aprobadas por principio las
“diferencias” entre ricos y pobres,
empresarios y trabajadores, propietarios y vagabundos, “el destino” que
coloca
a unos aquí y a otros allí quizás cometa
algún que otro fallo, pero en general
proporciona a cada uno el sitio que le corresponde – por lo menos debería
ser así, lo que resulta en la misma convicción: La
selección y distribución de
la gente para la jerarquía preexistente desde “muy abajo” hasta
la “élite” no
es lo que es, sino que emana de la pretensión de designar a
cada uno lo suyo.
Todas las excepciones confirman la regla que en una buena comunidad
popular
cada uno debe ser, y al final también será, lo que ya es.
Para esta convicción
no hace falta haber descubierto los genes responsables por el
éxito de
millonarios, panaderos o políticos (¡ya basta con que la
locura de que exista
tal cosa siempre encuentre un interés afirmativo!). El estar de
acuerdo con el resultado
lleva a la “conclusión” de que los individuos han tenido las disposiciones
correspondientes – así que al final el capitalismo entero
aparece como el
aprovechamiento perfecto de la diversidad natural de los talentos.
Este es el primer tipo de racismo: interpretar
los caracteres sociales como
subespecies del género humano determinadas por la naturaleza.
b) A pesar de ser algo parecido al orden
natural de cosas e individuos, el
mundo social aún dista de ser perfecto. A la comunidad en
principio armónica le
falta por todas partes la armonía: empresarios y sindicatos se
pelean; todos se
quejan de algo; los partidos políticos se enfrentan en vez de
ponerse de
acuerdo – ¿qué pasa aquí? El hombre bueno ya
conoce la respuesta antes de hacer
la pregunta: A través de todas las clases y profesiones la gente
se distingue
según su carácter moral, según su
conciencia del deber con la que
contribuyen al bien común. Por todos lados hay buenos
que sirven a la
comunidad y que la mantienen viva, y malévolos que
alteran la paz social
con su egoísmo. La pregunta inútil por qué
existen los malévolos, ya ha
encontrado su respuesta en el hecho de que existen: Igual que
la
disposición a ser carpintero o genio de las matemáticas,
el carácter reside en
la sangre. El crimen resulta de la energía criminal; y uno o la
tiene o no. A
diferencia de otros talentos, el talento al crimen no se acepta: La
subespecie
de los individuos indecentes –esta distinción es el segundo tipo
de racismo–
hay que forzarla a someterse al orden o segregarla.
c) Sin embargo, como heces genéticas
incluso los malévolos forman parte de “nosotros”,
de la comunidad popular organizada en principio de forma
armónica y que
proporciona a cada uno su sitio. Es diferente con “los otros”
que el
fiel compañero de la comunidad nacional distingue con
regularidad tanto en la
prensa o televisión o al visitar playas exóticas, como
aquí entre “nosotros”
porque el Estado concede también a personas extranjeras el
derecho a quedarse
aquí. El atributo de “foráneos” no lo tienen los
foráneos por cultivar en sus
lugares de origen relaciones sociales que fuesen tan diferentes a las
“nuestras”, o por hacer aquí algo fuera de lo normal, sino
porque su pasaporte
pone de manifiesto que pertenecen a otro pueblo. Por tanto tienen
obligaciones
respecto a aquella comunidad y sus valores, no a la “nuestra”;
allí
reciben lo que les corresponde – y lo que les corresponde es
enteramente
diferente a lo que “nuestra” comunidad les debe a sus miembros
honorables,
aunque al fin y al cabo todo se centre igualmente en el dinero: Incluso
respecto a la riqueza en su forma abstracta la distinción
nacionalista entre “nuestro”
y “su” dinero hace que pierda importancia el aspecto de quien
la
posee. Tan fundamental es la frontera imaginaria entre “nosotros” y
aquellos que –sean pobres o ricos, buenos o malévolos –
simplemente no pintan
nada aquí.
Es tan fundamental que aún menos que
respecto a la distinción interna del
pueblo es preciso recordar su razón verdadera. Al que se imagine
la nación como
una comunidad ética ya no se le ocurre pensar en que la
única razón de la
distinción entre compatriotas y extranjeros es el alcance
limitado del poder
estatal. Aceptar esta verdad significaría “poner de pie” a todas
las
perspectivas moralistas de la conformidad con la nación y su
“orden” social, es
decir, renunciar a tal idiotez. Con ser miembro de un colectivo
forzado, el
buen ciudadano se cree en la posición privilegiada de ser un
socio honorario en
una asociación llamada “pueblo”, la cual nadie ha fundado nunca
– en su
perspectiva es al revés: es el pueblo el que dota de sentido y
proyectos al
acto social llamado Estado. Entre otros, del proyecto de hacer
provechoso el
contacto con pueblos forasteros, que por su parte son igualmente total
e
inexplicablemente “diferentes” – como máximo a algunos de ellos
se les concede
“asimilarse” y al final incluso convertirse en parte de “nosotros” –
preferiblemente no antes de la segunda o tercera generación.
Porque a un
individuo así hay que identificarle ante todo como extranjero; y
la perspectiva
opuesta, identificarle al extranjero como individuo, tampoco le
convierte en un
paisano – esto tampoco le correspondería ni a él ni a su
naturaleza étnica...
Este es el tercer tipo de racismo, su tipo
más fundamental: ya antes de la
clasificación en los subespecies de los diferentes
talentos y de buenos
y malévolos, el pertenecer a un pueblo divide al género
humano en varias especies,
unidas en las diferentes naciones. Ser miembro de dicha especie
caracteriza a
cada individuo, como disposición principal que uno tiene por
nacimiento, igual
que el pelo rizado o lo que sean los criterios según los
cuales el
antropólogo distingue a los individuos.
d) La discriminación y el desprecio a
los foráneos son cosas que también
les molestan a personas que no ven nada de criticable en la idea de la
comunidad moral – lo que les molesta a ellos es que algo así
altere la buena
imagen de la comunidad. Son partidarios de distinciones “sensatas”
y
rechazan distinciones “injustas”, lo que hace su crítica del
racismo muy
relativa en todos los aspectos.
En la retrospectiva cuenta por ejemplo entre
las objeciones significativas
contra la persecución de los judíos por los nazis
alemanes que en aquel tiempo
eran precisamente las partes más hábiles y más
fieles del pueblo alemán las que
fueron expulsadas y exterminadas porque no se aceptaban como partes del
pueblo.
La élite del ingenio alemán – físicos,
autores, empresarios, veteranos
beneméritos de la Primera Guerra Mundial con un modélico
orgullo nacional –
perdida por pura “presunción racista”: ¡extremamente
criticable! ¿Qué
objeciones tendrían estos mismos críticos, si entre los
judíos hubiera habido
menos “alemanes modelos”?
También las personas modernas que ponen
énfasis en el derecho de ciertos
extranjeros a quedarse aquí – dado que se comporten bien y que
hagan los
trabajos basura que rechazan los nativos – y aunque refuten el
“prejuicio”
según el cual los foráneos merecen por principio el
sospecho de si tienen las
habilidades requeridas e intenciones aceptables, no critican el
racismo, sino
que distinguen entre una segregación injusta y una
segregación justificada que
ellos tampoco quieren criticar.
Al final la crítica se reduce a las
más abstractas frases hechas que se
escuchan frecuentemente hoy en día: los extranjeros
también son seres humanos,
respectivamente “Somos todos extranjeros, casi en todas partes”.
Este
argumento seguramente convencerá a aquellos que identifican en
el ser humano al
extranjero, y sobre todo en los lugares adonde no pertenece. E incluso
las
mismas frases hechas suponen que “nosotros” y los extranjeros formamos
colectivos diferentes cuando afirman que esto no tiene importancia
porque se
puede encontrar “algo” bastante abstracto que tenemos en común.
3. El racismo de los ciudadanos
El racismo es el punto de vista
político-moral que
distingue a la humanidad organizada y segregada por los Estados en
caracteres
étnicos y morales. Es la imagen del hombre creada por el
espíritu patriótico,
por esto forma parte integral de la afirmativa consciencia
cívica y por eso es
a su vez producto de la asociación política forzada de la
que el ciudadano no
quiere saber nada. Lo que percibe esta perspectiva y con qué
grado de agudeza,
cambia cuando se acumulan motivos para el descontento nacional; tantos
más
indicios encuentra para su descontento, cuanto más la actitud
ética que forma
la base de esta perspectiva revela su calidad de ser una
posición polémica
contra las “condiciones existentes”.
a) El patriotismo siempre toma sus frases
programáticas actuales del
catálogo de las condiciones de vida con las que uno se muestra
descontento; y
es este descontento que lo sostiene: no es el materialismo satisfecho
el que
convierte a la gente en patriotas convencidos. Considerando esta base
del
patriotismo, es inmediatamente evidente que el insistir en que se
cumplan los
deberes y en la integridad moral es una posición exigente
que incita a
la acción: La falta de éxito de buenos ciudadanos y los
tormentos que sufren
los buenos patriotas en medio de la propia comunidad dedicada al
bienestar del
pueblo – esta “injusticia” sólo encuentra explicación en
la existencia de culpables
que alteran la cooperación en el fondo provechosa entre
gobierno y
gobernados, inversiones y disposición a trabajar, escuela y casa
paterna...
b) Las figuras que así se inventa
el patriotismo ofendido, también
las encuentra. Al examinar de forma crítica su propia
comunidad étnica,
este patriotismo descubre en muchos lugares un egoísmo que
falsifica y
desbarata la justa colocación de la gente, que se apropia de
prestaciones de la
comunidad sin merecerlas y sin darle a la comunidad los servicios que
reclama a
cambio – mientras los miembros buenos, todos los honestos,
resultan
engañados. Ninguna clase social es ofendida – los
egoístas los hay en todas
partes: entre los millonarios hay especuladores parasitarios e
inversores que
crean puestos de trabajo, entre los sin techo hay los que están
en la miseria
sin culpa, e individuos depravados...
Sin embargo, tales diferencias se esfuman
frente al descubrimiento que los
miembros del colectivo nacional deben hacer continuamente: Entre
“nosotros” hay
quienes no son de aquí para nada y que molestan. “Se
arrellanan”, no porque se
arrellanen más que los demás, sino porque por muy llanos
que sean molestan ya
con su mera presencia. Desde este punto de vista son culpables
para todo
lo que le molesta al ciudadano descontento: Son ellos quienes
le quitan
los puestos de trabajo, las mujeres y las viviendas; son ellos
quienes
traen el caos, la corrupción moral, las drogas y el crimen; son ellos
quienes son colmados de subsidios estatales que un buen ciudadano o no
pediría
nunca o para los cuales tendría que colarse mucho tiempo... Ni
hace falta
siquiera que esta gente infrinja una ley – si lo hacen, es lo que el
buen
ciudadano siempre sabía – para que sean acusados de incumplir el
deber civil
fundamental: el de ser un miembro responsable de la comunidad popular.
Sin
tarjeta de inscripción, es decir, sin derecho alguno de estar
presente, los
extranjeros están aquí y molestan ya con su presencia la
armonía de los que
forman una comunidad unida sin tener que compartir un interés
común.
Es una ventaja que el nativo sensibilizado es
capaz de “reconocer” de
seguida a los extranjeros por los “rasgos raciales” en el sentido banal
de
casuales aparencias físicas, que no tienen nada que ver con el
contenido
político-moral del racismo, el clasificar a la gente en
comunidades nacionales,
pero que eso sí permiten, identificar a los foráneos que
“no pueden ser de
aquí”. Por eso tampoco es tan trágico que de vez en
cuando se equivoque el
“sexto sentido” del nacionalista.
c) De este modo, buscar a quienes son
moralmente responsables para las
circunstancias inconvenientes de la santísima patria es el punto
central del
racismo cívico. Claro que el patriotismo descontento sabe hacer
la diferencia
entre criminales nativos y personas extranjeras. Pero cuando se trata
de la
comunidad intacta (así percibe el ciudadano a su nación),
se nota de seguida
qué deslinde es el más fundamental: Una cosa son los
perversos que hay entre
“nosotros” como en cualquier asociación y que deben tratarse por
tanto de la
manera que les corresponde; y otra cosa son aquellos que ni en sus
ejemplares
más nobles cumplen el requisito fundamental: formar parte
de “nosotros”.
Y mirando en detalle a los nativos que nos molestan, por lo menos
aquellos que
alteran la armonía nacional, ¿acaso no son también
foráneos? ¿Y no es verdad
que los extranjeros en nuestra nación serán siempre como
tales un factor de
disturbio – aunque quizás no se lo pueda reprochar personalmente?
d) Lo que de todas formas se tiene que
reprochar al Estado es permitir a
los extranjeros que causen molestias, en vez de satisfacer el deseo de
armonía
en su pueblo descontento haciendo una selección precisa. Quien
no quiera
aceptar este escándalo, tiene dos alternativas: O beber algunas
copas para
cobrar ánimo y entonces encargarse personalmente del asunto que
el Estado deja
sin resolver, poniendo así de manifiesto quiénes son los
que mandan y que los
extranjeros no tienen derecho a vivir aquí. Sin embargo, este
accionismo es una
violación del monopolio de fuerza estatal, como tal es una
infracción de la ley
y por tanto no es cosa de todo el mundo. La otra alternativa es
dedicarse a la
política – puesto que el poder particular nunca llegará a
ser tan eficaz como
el poder estatal.
e) El paso a la práctica
xenófoba suscita de nuevo una crítica que quiere
negarle su necesidad. Pero los críticos de la práctica
xenófoba no critican las
razones por las que los racistas queman o los políticos
echan fuera a
los extranjeros, sino que la contraponen con una alternativa dentro de
la
imagen político-moral de la nación.
La polémica contra la
“extranjerización” que a los nativos les hace difícil
la experiencia de una comunidad popular intacta y por tanto la vida,
también se
puede poner al revés. Ciudadanos críticos, sobretodo de
izquierdas, propagan la
imagen de una sociedad multicultural y a la estrechez de miras
de la
xenofobia le contraponen su imagen de que el encuentro con costumbres,
comidas... extranjeras le enriquece a la comunidad nacional.
Desgraciadamente,
el mero contrario de un error es por si mismo un error: Quien considera
posible
e incluso especialmente interesante (por sus increíbles
diferencias) la coexistencia
pacífica de diferentes caracteres nacionales, cree en el
cuento de la
“identidad étnica” al igual que los racistas xenófobos
cuyos resentimientos
considera completamente desacertados.
El mismo argumento vale para la variante del
ideal multicultural que
convierte a algunos contemporáneos en amigos de los
extranjeros en vez
de sus enemigos. Puede que los individuos tengan características
que uno
considere más simpáticas, otras menos; de todas formas,
ser extranjero – al
igual que ser nativo – no figura entre ellas. Quien quiera meterse esto
en la
cabeza, sólo demuestra una vez más que no le da igual en
absoluto, sino que le
parece muy importante la diferencia entre extranjeros y nativos. No por
los
motivos personales que se ha inventado, sino porque ni los
inter-nacionalistas
aguantan imaginarse la nacionalidad, la propia como la ajena, de otra
forma que
como un cometido a un carácter moral modélico.
Lo que tienen en común las dos
variantes del patriotismo alternativo es que
interpretan al racismo de forma errónea como un “prejuicio” sin
fundamento
alguno y del cual los críticos quieren liberarse en el nombre de
otros. Que desacerte
su objeto es la última cosa que se puede reprochar a un
racista, quien no
se deja equivocar para nada por las características individuales
de sus víctimas
cuando busca los culpables y los intrusos ajenos al pueblo. El error no
está en
que los racistas “generalicen” de forma errónea o en que se
equivoquen, así que
sólo necesiten experiencias o un conocimiento erudito de las
costumbres
extranjeras para corregir su error. Incluso las teorías del
racismo – que no
constituyen el caso regular en los juicios de exclusión contra
los extranjeros
– ya presuponen el juicio nacionalista de que extranjeros y nativos son
inconciliables, y no lo deducen. Si hay algo que desacierte la cosa,
son por
ejemplo los resultados de la investigación antropológica,
citados con mucho
gusto por los antirracistas, según los cuales no existen
siquiera
diferencias biológicas algunas entre las razas humanas.
4. El racismo del Estado
No es que el poder estatal oriente su
política
según como la interpreten sus ciudadanos con su moral
afirmativa; pero sí que
la legitima con esta interpretación y moldea con ella el
“sentido común
popular” en su forma actual. Quien no exige nada más de su
“propio” Estado que
satisfaga su creencia cívica en que la tarea superior del poder
estatal es
imponer – si hace falta, con fuerza – la armonía en la comunidad
nacional, no
será rechazado por ningún político; al contrario.
El racismo del ciudadano no
es sólo producto de la forzada asociación nacional con su
espíritu comunitario
político-moral, sino que además es un “credo”
oficialmente fomentado por el
Estado. Y del mismo modo como el ciudadano descontento se siente
animado a
realizar acciones patrióticas, un Estado al que parece oportuno
asume una
práctica racista que a su vez da razón al racismo de sus
ciudadanos y lo
agudiza según sus necesidades.
a) Con la xenofobia que resulta de su
parcialidad patriótica, el ciudadano
descontento halla benévola acogida por parte de los
políticos. Ellos entienden,
y con razón, nada más que el eco de sus promesas de
aumentar el provecho de su
propio pueblo; por tanto comprenden el racismo de sus ciudadanos
aunque lo
frenen. Porque, en rigor, la ocasión y el eje de empuje del
descontento en el
pueblo se orientan según los “temas” que dominan la
opinión pública nacional; y
respecto a ésta, no hay nadie que manifieste tanta insistencia
en definirla
como los mandamases políticos. En general, se puede confiar en
que el sentido
cívico movilice su racismo a medida de que éste se
convierta en la opinión
pública – y no al revés.
b) La importancia que tienen los argumentos
racistas en la opinión pública
y la medida en que resultan en una acción política – o
hasta qué punto llega un
ciudadano que anime a los partidos gobernantes o funde su propio
partido
reprochando a los políticos que desatiendan al pueblo – se
decide según los
éxitos y tormentos de la nación, tal y como los constatan
los políticamente
responsables. Si éstos constatan que la sociedad está en
crisis y mandan que su
pueblo la supere, redefinen las circunstancias de vida de las
diferentes clases
y estamentos en el pueblo, destruyen técnicas habituales de
cómo arreglárselas,
redefinen los niveles de vida y producen descontento en el pueblo.
Precisamente
por ello los políticos nutren bien de ideología a los
ciudadanos en estas
situaciones: Sobretodo en “tiempos difíciles” la
atmósfera social en la nación
no se debe estropear a causa de conflictos que nacen siempre que haya
extranjeros en la nación, y la relación entre el pueblo y
sus líderes no debe
sufrir la provocación que representa inevitablemente un
“problema con los
extranjeros” que quede sin resolver. Cuanto más los
líderes de la nación
deciden de “arreglar” una situación de emergencia
basándose en la moral del
pueblo del que exigen sacrificios materiales, tanto más
claramente subrayan la
exclusividad del “nosotros” nacional maltratando y echando fuera a los
extranjeros que no se necesiten explícitamente. Un Estado en una
situación de
emergencia debe poder fiarse de la indudable “solidaridad” en la
comunidad de
su pueblo; por eso la limpia de los factores de disturbio – como si el
mito de
las incompatibles especies humanas nacionales fuese de hecho verdad. En
este
sentido el Estado practica, si lo considera oportuno, el
racismo con el
cual los ciudadanos se imaginan este mismo poder estatal como su propia
“identidad”; de manera teórica el Estado nunca deja de
cultivar
intensamente este racismo.
c) Que el pueblo sea un pueblo sólo
porque en él los individuos de una
determinada naturaleza están unidos en una unión
indestructible que corresponde
a su naturaleza común – esta idea forma una parte fija de
cualquier doctrina
estatal, así como la conclusión que exige consecuencias
prácticas: que una
nación sólo sea fuerte y logre superar el “reto” de “los
tiempos difíciles” si
su pueblo toma en consideración esta virtud fundamental.
Cultivar esta idea del “pueblo” no tiene que
llegar hasta el punto de
edificar monumentos en el arte y en la ciencia a la “raza aria”. Forma,
sin
embargo, parte fundamental del pensamiento político la
“conciencia histórica”
con su particular doctrina de que ningún ciudadano libre logre
escapar de la
red de las necesidades, obligaciones y deberes que resultan del pasado.
Esta
conciencia puede existir sin conocimientos, pero no sin aniversarios,
actos
conmemorativos etc., que glorifican la cronología nacional de
explotación y
guerra como la historia de una comunidad ética llamada “pueblo”
que continúa
viva generación tras generación. Esta figura es el punto
de referencia de
cualquier ideología nacional que proclama como el inalienable derecho
histórico de este ficticio individuo colectivo todos los proyectos
actuales que se plantea el poder estatal. Cuanto más
militante el proyecto,
tanto más se trata por lo menos de una “misión
histórica”.
Y tanto más, de forma complementaria al
imagen del propio pueblo
benevolente, se especifica en qué rasgos son diferentes los
extranjeros. Muchas
veces es que tienen la mala suerte de ser un obstáculo para el
“resurgimiento
nacional”; sea porque estén aquí y no en su lugar de
origen, sea porque su
Estado a su vez se plantee intolerables “misiones históricas”.
De seguida se
sabe qué tipo de individuos mediocres se tienen que segregar
para que el pueblo
esté bien limpio. Para proyectos fuera del territorio nacional,
bien es verdad
que un Estado siempre tenga sus razones estratégicas reales para
la enemistad
contra otros Estados; pero con su carácter abstracto, el
pensamiento
estratégico ya determina el contenido completo de lo que la imagen
del
enemigo fabrica de ella: una “lucha fatalista” entre la libertad y la
barbarie
socialista, entre la moralidad europea y el odio étnico
balcano-eslavo, entre
el occidente y el terrorismo islámico...