[Original: GegenStandpunkt Nr.4, 1994. Weltmarkt und Geldmarkt. Die Währung und ihr Wert]
Los argumentos publicados en las secciones económicas de la prensa contribuyen muy poco a la explicación de qué son los tipos de cambio. Para hacer comprender las columnas diarias de cifras ofrecen una lista de intereses diversos, pros y contras provenientes de los diversos cálculos de los agentes del comercio exterior. Para estos últimos está claro que las diferentes tasas cambiarias son un instrumento más o menos útil en sus calculaciones. Los chupatintas de la prensa económica lo advierten y ,a la vez, les da igual si en sus artículos estas calculaciones no encajan entre sí porque se basan en propósitos bastante contradictorios. Estos expertos hablan al mismo tiempo en favor de ramas industriales y de inversiones en efectos y derivados, pero lo hacen también en nombre de consumidores o del banco central, exigiendo seriamente a los tipos de cambio que satisfagan necesidades eminentemente dispares; por lo que surge, en no pocas ocasiones, la queja de que el tipo de cambio en vigor no sea precisamente el correspondiente. Este idealismo se declara partidario a ciegas de la Nación, la cual posee un derecho incuestionable, en opinión de los expertos económicos, a sacar la mayor ganancia posible del comercio exterior. Y cuando se dan cuenta de que con sus ”análisis” del mercado mundial - tan pacífico en su parecer - se erigen en banales defensores de actividades imperialistas, procuran entonces que su parcialidad vaya acompañada de una falsa preocupación, simulada en su imparcialidad, que abarca la globalidad de la ”economía mundial”, cuyo desarrollo favorable, deseo de todos los hombres de buena voluntad, necesitaría, claro está, sin caer en la redundancia, de tipos de cambio convenientes...
El lector de la prensa económica podrá en todo caso percatarse de que en los negocios de los que hablan tan interesadamente los expertos, las monedas como el dólar, el marco, la libra y el yen desempeñan un papel protagonista, y que en los boletines sobre el clima monetario se ventilan problemas supremos de la competencia internacional. No podrá enterarse, en cambio, de las causas que hacen que los tipos de cambio y sus variaciones sean factores tan decisivos; tampoco del porqué determinan el bien y el mal de grandes consorcios y hasta de naciones enteras, incluídos sus puestos de trabajo. En las vagas informaciones que dan a este respecto, el club de expertos no hace sino confesar el profundo irracionalismo del sistema capitalista: de una parte, las variaciones en las paridades monetarias se deben a los mercados; y, de otra parte, los mercados obedecen, tras sopesar esas dos fuerzas intrínsecas llamadas oferta y demanda, al severo criterio de ”la confianza” de sus participantes en él.
El bajón del dólar en 1994 ofreció abundante ocasión para la aplicación de esta teoría. Había que dar una explicación, por fin, al problema práctico de los poseedores de dólares - que no eran pocos. Entre particulares, grandes consorcios y hasta reservas internacionales de todas las naciones, hay una gran cantidad de comparsas y protagonistas de la economía mundial que poseen riqueza en forma de dólares. Toda esa gente se venía de una vez a menos; el que quería comprar algo con dólares en el mercado mundial tenía que abonar mucho más que medio año atrás. Por consiguiente la economía, sección 'eruditos y peritos', concluía percibir una demanda del dinero americano en descenso, lo que indicaba, a todas luces, la pérdida de confianza en la calidad de esta materia. Ahora, al caer el dólar, salían airosos aquellos que con razón habían decidido no apreciarlo en absoluto.
El carácter levemente circular de este diagnóstico no mejoró cuando se procedió a buscar justificaciones a la desconfianza en el dinero americano: Ya fuera la falta de resolución de los políticos americanos - en lo que se refiere a los tipos de interés, pero también en general-, o el atractivo de otras divisas, o igualmente la sobrevaloración del dólar, puesta en descubierto desde hace mucho etc. Todos estos detalles, por añadidura, no lograban hacer aparecer más plausible la explicación. Y todavía causó más extrañeza que se mencionara con detenimiento el factor que habría debido infundir confianza al mercado -sin llegar a lograrlo: el boletín coyuntural desde los EEUU era 'favorable', lo que los actores del mercado financiero suelen interpretar como condicionamiento ventajoso de ”fundamentals” sólidos y dólar en alza. Por eso aquéllos mismos que no habían hecho caso de sus propios criterios expresaban cierta preocupación por la ”volatilidad” de los mercados que se les había venido encima. Y seguían alegremente saliendo del dólar, no sin advertir que tampoco se fiaban del todo de la confianza que depositaban en otras divisas...
En los meses de verano y otoño del 94 no pudo pasar inadvertida la pesadumbre que sentían los actores del mercado monetario internacional, no tanto por el peso de algunos argumentos sino por el curso que tomaban las actividades, en las que ellos participan por vocación. Lo que les preocupaba era la situación precaria, incalculable, en que habían metido al mercado internacional del dinero con sus calculaciones extravagantes,. Acostumbrados a sacar provecho de la previsión inteligente de las tendencias del comercio financiero internacional, ya no sabían a qué atenerse al comprobar lo poco fiables que resultaban sus criterios de decisión. La única decisión que les parecía coherente - fuera del business as usual - era la de apostar contra el dólar. En 1994 le retiraron a la divisa americana la confianza que antes le habían otorgado. Como si se hubieran dado cuenta de que así habían echado a perder una de las bases decisivas para los negocios con dólares, comenzaron a invertir cantidades considerables en otra clase de valores - cumpliendo así su sentencia contra el dinero de la primera potencia mundial - hasta nueva orden...
No es de extrañar, pues, que los participantes del mercado internacional de divisas consideren esta situación como crítica. Puede sorprender, sin embargo, que no haya nadie que se aparte de la preocupación, trillada a diario, sobre la ”evolución” de los mercados financieros, y no critique el follón que desatan y que tan divinamente contrasta con millones de desempleados y otros tantos negros famélicos. Sobre todo porque este espectáculo brindado por el mercado financiero, se alimenta del antagonismo entre naciones, donde la economía libre de mercado impera a rienda suelta, aportando, a su vez, a este antagonismo mayor plenitud.
Así el individuo se entera de un hecho al que normalmente presta poca atención: que el dinero es una de estas cosas altamente sagradas del poder soberano. El poder de disposición en manos privadas, que se desprende de estos billetes llamados chelines, marcos o liras, se debe a que estos últimos son obra de un Estado que los garantiza con su poder soberano. No tienen otro valor de uso distinto; pero a razón de que el poder estatal lo dispone así. No hay ningún valor de uso, no hay nada que se utilice o consuma, si no es a través de adquirir, poseer y soltar estos billetes. No son sólamente una medida cualquiera en la que se calcula la riqueza material, que bien se determinaría por sus cualidades útiles, sino el vehículo que habilita al derecho de disposición total y exclusivo, son, pues, la riqueza material de las naciones de economía capitalista, o sea de todas.
Claro, lo será sólo hasta donde alcance el poder nacional de un Estado; hecho que resulta de que esta peculiar forma de riqueza representa una relación social de poder. Pero esto no significa que sólo en el interior dependa todo del dinero, mientras que en sus relaciones con el exterior rija otra definición de la riqueza. Si la riqueza de una nación existe en su dinero, entonces, y con más razón, la totalidad de la potencia económica de una nación y sus ciudadanos, en sus relaciones externas, estará en el dinero que allí se acumule. Es la voluntad explícita del Estado que el poder privado de disposición sobre mercancías, que él garantiza y se plasma en Dinero, sea el concepto único y exclusivo de la riqueza, su sustancia absoluta, y no solamente regla del juego social dentro de una nación.
El hecho de que el dominio de la moneda nacional acabe en los límites de la nación, no resta que la riqueza, anotada en la divisa nacional, mantenga tal cualidad; el dinero tiene que salvar y ser más que los límites de su fórmula nacional: así lo quiere todo Estado que impone a su nación el ganar dinero como objetivo económico.
Y sobre esto se ponen de acuerdo los Estados cuando declaran convertibles sus monedas: al intercambiar sus divisas sancionan la validez absoluta del Dinero, fin expreso de todas ellas.
En los tiempos en los que circulaban los metales preciosos el contexto era algo más evidente. La materia del dinero era la misma en todas las naciones mercantes. La acuñación por parte del Estado daba fe de la autenticidad y del peso correcto de los metales preciosos en circulación. Y como el derecho de acuñar coincidía con el poder de falsificar, el Estado no se cansaba de desmentirlo y de afirmar que el dinero que él acuñaba era dinero de verdad.
No es de mucha importancia que los salarios determinen o no el ámbito restringido de las necesidades de la vida con la misma e idéntica medida. Lo que sí importa es que la riqueza, usada capitalistamente, conserve su valor y produzca crecimiento, por lo menos de igual manera, al cambiar de divisa. Precisamente en este punto, a través y en forma de los tipos de cambio, se miden las monedas nacionales entre sí. Con su intercambio se someten a una prueba de comparación.
Y el resultado es con frecuencia el mismo: su valor es todo menos que igual y de idéntica validez. Los Estados mismos, que han establecido el capital como recurso vital de su sociedad, parten de este hecho al ponerse de acuerdo, con el fin de hacer crecer el capital, en que el uso de sus divisas se practique sin fronteras. Porque no basta con fijar el tipo de cambio para iniciar el comercio exterior. Los soberanos se exigen una garantía mutua de la validez internacional de sus divisas. El dueño y guardián de esta moneda tiene que garantizar que se puedan convertir los ingresos y ganancias que los comerciantes internacionales han adquirido en una divisa, siempre que los propietarios de esta especie de dinero no quieran reinvertirlo donde lo han adquirido. El soberano necesita de un tesoro metálico o reservas internacionales con los que garantizar el uso abierto e ilimitado, junto al rendimiento sin merma del dinero que él ha puesto en circulación y que han ganado empresarios extranjeros. También en esto ha habido una modificación histórica desde los tiempos de los metales preciosos como medio de circulación; hoy las naciones modernas cumplen sólo en última instancia su obligación de saldar cuentas extranjeras con oro de su tesoro metálico nacional; en primer lugar, y ante todo, las pagan con las reservas internacionales que se acumularán mientras haya empresas en su territorio que ganen dinero en el exterior. Lo que sí es imprescindible es que el soberano pruebe su solvencia en una moneda diferente a la suya, pues de la suya puede responder él mismo con su poder exclusivo. Él tiene que ser, pues, capaz de ofrecer una moneda que permita a cada acreedor que está en posesión de su dinero o de cuentas aún pendientes, de disponer de la divisa que precisa para el negocio que sea y donde sea; una divisa, por consiguiente, cuyo uso no esté limitado al territorio donde se hace el pago; una divisa de la que disponga como fruto de las acciones económicas lucrativas de sus ciudadanos, que se la han proporcionado, y que no es mero producto de la imprenta nacional - una moneda que, en ese sentido, es Dinero verdadero, simple y llanamente. Este requisito dice mucho. Es esclarecedor acerca de lo que cuenta en el intercambio monetario.
La finalidad última de esta acción no se revela a simple vista en el acto mismo del comercio exterior: lo que está haciendo el capitalista es una transacción en la que precisamente está acaparando poder adquisitivo para su empresa, eliminando a competidores gracias a una mayor rentabilidad y asegurándose así mercados y ganancias. En caso de que sea en su propio país donde haya arruinado a competidores, habrá impuesto allí un nuevo nivel de precios y ganancias que determinará entonces la competencia por la producción más rentable. Crece allí el capital y con él la riqueza de la nación. En el comercio exterior es otra cosa. La competencia exitosa de una empresa foránea acabará con la producción correspondiente de riqueza nacional o impedirá su surgimiento - y quedaría por ver quién saca provecho. Sin embargo, lo que al principio comienza con integrar a proveedores y compradores foráneos en el negocio de un capitalista, continua con una competencia trasnacional que se plantean firmas capitalistas y va agigantándose con el crecimiento del comercio internacional y el surgir de un mercado mundial, hasta una competencia de la que ninguna empresa puede escapar y que afectará a la nación, incluyendo los precios y cuotas de ganancia usuales. Si las condiciones usuales dentro de una nación no sirven a escala internacional, si las derrotas en la competencia no se compensan, si, en cambio, señalan una tendencia de que la productividad del capital en su conjunto es en promedio insuficiente, entonces las balanzas nacionales irán yendo de mal en peor, y los negocios trasnacionales, de los que algunos capitalistas de los países vencidos sacan aún provecho, se convertirán en pérdidas a nivel nacional. En este caso ya no sirve para nada que de hecho se hayan canjeado mercancías por dinero, es decir intercambiado equivalentes entre las naciones: entonces sí se comprueba muy en concreto el hecho de que en el capitalismo sólo la riqueza abstracta, plasmada en Dinero, es riqueza última, verdadera. Esta fluirá atravesando la frontera en dirección opuesta al movimiento de las mercancías. La nación que vive de los productos de productores foráneos no goza, pues, de comodidades, sino, consecuentemente, es cada vez más pobre.
Esto es lo que tienen que constatar las naciones que comparan el rendimiento de su propio dinero con el de otras. Su dinero es dinero; pero si la nación, partícipe del comercio internacional y sometida así a la comparación internacional, constata que la producción nacional es, en término medio, menos rentable que en otras naciones, entonces el ”poder adquisitivo” de los compradores nacionales irá a fomentar el crecimiento de los competidores, empeorando cada vez más la propia situación competitiva. Y viceversa en caso contrario. La convertibilidad de las monedas rinde un servicio civilizado, efectivo y duradero, el cual, aunque no menos cruento, en otros tiempos sólo se conseguía por medio de guerras: Al ocupar mercados en todas partes del mundo, las patrias de estos capitalistas exitosos ”conquistan” el dinero de otras naciones - y a raíz de sus propios éxitos plantean la cuestión de qué y cuánto valor producido se cifra - al fin y al cabo - en el dinero de una nación cuya balanza no deja de ser negativa. Bastante exigentes se vuelven entonces los Estados a los que sus propios capitalistas, consiguiendo amplias ganancias en el mundo entero, les proporcionan una riqueza creciente. Por la razón de ser ellas las que se enriquecen en el extranjero, exigen de sus contrayentes vencidos que mantengan un depósito de reservas internacionales como garantía para que el enriquecimiento siga funcionando.
Muy cierto. Y habrá otra razón que hará que esta garantía sea tan necesaria.
Esto lo practican, como se ha mencionado, todos los Estados, pero en dimensiones diferentes y en relación distinta con la riqueza que producen sus sociedades y que se mide en dinero. De este modo consiguen todos ellos brindar a los capitalistas un radio de acción inmenso que éstos utilizan en hacer valer su banal habilidad de absorber al máximo toda la demanda solvente existente, de ”acaparar” lo que esté a su alcance. Finalmente hacen subir todos los precios sin distinción, lo que alerta a los veladores oficiales de la moneda, que lo advierten como inflación - literalmente hablando una "hinchazón" del crédito y dinero sin crecimiento correspondiente del valor-. Crecimiento al que siempre va dirigido el crédito, y al correspondiente valor acrecentado que ha de representar el dinero en forma vigente, única y definitiva. Esta tendencia, lógicamente, se acentúa cuanto más aumenta un gobierno su propia solvencia, sin reparar en la cantidad de la riqueza realmente producida. Y da igual que actúe así porque ninguna cantidad lo satisface o porque quiere, en último término, impulsar el crecimiento capitalista, dándole ”inyecciones” financieras - todo esto no sirve de nada, porque no viene a cuenta si surge de la necesidad o de una buena intención: el endeudamiento del Estado modificará siempre la medida misma de la riqueza nacional.
Las consecuencias para el comercio internacional y la comparación de las monedas no se harán esperar. Por un lado, habrá un impacto evidente sobre la competividad de los capitalistas de los diversos países. El nivel de precios favorecerá a los capitalistas que puedan competir a partir de una inflación menor, con ventaja frente a aquellos que tendrán que recurrir a una moneda más devaluada y, por lo tanto, menos estable; de ahí que se sacará más provecho del país con mayor inflación. Así la libertad que se dan las naciones hacia su interior, generando a su antojo dinero-crédito, resulta dañino para las balanzas internacionales que tanta importancia tienen. Por otro lado, el país con una tasa de inflación superelevada plantea la cuestión práctica, y cada vez más urgente, para los comerciantes extranjeros de saber cuánto sigue valiendo el dinero allí obtenido. No compensa en nada el hecho de que se pueda ganar más y con más facilidad, si, en relación con otra moneda más fuerte, sirve cada vez menos - no sólo como medio de compra, sino sobre todo en su función de desembolso para inversiones lucrativas. Lo que es más, esta debilidad de la moneda no afecta solamente las ganancias realizadas por algún comerciante, sino también lo que se ha ganado antes y se encuentra ahora en otras naciones como reservas monetarias; el objetivo por el que estas naciones las han almacenado para que sirvan como seguridad de su comercio exterior, se viene a menos. Entonces uno podrá percatarse de otra verdad elemental: que no es, en absoluto, condición suficiente el que la riqueza se presente en forma de moneda convertible procedente del comercio internacional. Hay que asegurar expresamente que lo que afluye como divisa extranjera sea y permanezca valor verdadero, y no signo de crédito cada vez más inútil.
Por eso es doblemente aconsejable en un caso así, asegurarse de que haya suficientes reservas internacionales en manos de un país comerciante menos fuerte. Entonces sabrán sacarle provecho - es decir el comercio de una nación junto con el Estado responsable del éxito nacional -, pero no sólo con el fin de sacarle cualquier dinero, sino obligándole a que pague sus cuentas con una divisa más estable que la suya. Es muy previsible el momento en el que estén agotadas las reservas y será evidente que el dinero creado por la nación en cuestión ya no representa Dinero - por lo menos no tanta riqueza como parece insinuar la tasa de cambio. Claro está que esta evidencia no se presenta de golpe, cuando ya es tarde para todo, sino a pasos, en devaluaciones graduales. Estas disminuyen la riqueza entera de la nación ajustando hacia abajo su medida en relación con el dinero de otras. Cada tasa de cambio es un test práctico y crítico para saber si la capacidad de una divisa de mantener y acrecentar la riqueza capitalista resiste la comparación con otras; cada revisión de la tasa de cambio deja constancia del porcentaje en el que ha defraudado la calidad monetaria de la divisa devaluada.
De esta manera la comparación de las monedas hace un balance continuo de la medida en que una divisa nacional ha ido desmoronándose por la fuga de riqueza nacional - y al revés: de la medida en que un país exitoso ha absorbido la riqueza ganada por sus capitalistas en el extranjero. Y así van separándose continuamente vencedores y vencidos del comercio mundial a través de la convertibilidad y las tasas de cambio.
Esta malsana costumbre partió de la creación de unos fondos comunes, una especie de depósito de reservas internacionales, alimentados por ingresos en oro y en moneda nacional - acto que equivalía al reconocimiento de esta moneda como signo nacional de la riqueza absoluta suscrita por todos. A ella podían recurrir, según reglas fijas, naciones en situación ”especial” de insolvencia inminente y saldar su déficit gracias a su ”derecho” cuantificado, ”girando” a su cuenta dinero ratificado - ”derechos especiales de giro” (DEGs). Se pensaba que podría haber naciones con ”problemas de liquidez” a las que se ayudaría a sobrepasarlos, evitando su agravamiento y solucionándolos definitivamente mediante la intervención de valiosos expertos de las naciones exitosas. Esta idea inicial del ”Fondo Monetario Internacional” (FMI) siempre ha rayado en la falsedad: lo que se está minimizando como ”escasez de solvencia” es la consecuencia inevitable y anticipada de que habrá Estados que ante los resultados de su participación en el comercio mundial tendrán que revelar que ya no tienen Dinero. De hecho y en realidad el FMI constituye, por lo tanto, mucho más que un sistema de ayudas transitorias.
Las potencias económicas mundiales han acordado que se suspendan las declaraciones de quiebra, que deberían tener lugar para impedir que ”socios”, por mucha razón que tengan, no se desvinculen del mercado mundial libre.
En lugar de exigir que los Estados equilibren su balanza comercial pagando con la riqueza abstracta acometida por todos y realizada en medida tan diferente, lo que han hecho no es sólo aplazar esta decisión, sino suspenderla del todo, reconociendo promesas de pago y efectos de crédito como si fuesen Dinero. Así, la libertad que se toman dentro de su territorio - gracias a la propia soberanía monetaria, para satisfacer, sin considerar fondos, una demanda propia de dinero mediante papeletas de crédito, que, a manera de sustituto del dinero, alimentan la circulación e inyectan mayor solvencia a la sociedad -, esa libertad, decíamos, la multiplican los Estados en sus relaciones y concesiones mutuas. Están entonces cancelando, concertadamente, el resultado del examen permanente que se aplica a la riqueza de las naciones y las monedas en el mercado de divisas. Esta generosidad con los débiles se practica con la finalidad y, por lo tanto, resultado de que el flujo de riqueza de las naciones vencidas hacia las vencedoras perdure y no se acabe. La voluntad de hacer perdurar su provecho las lleva al absurdo de registrar los déficits de sus arruinados contrayentes como saldos en favor de sus balanzas y de insistir en que son dinero verdadero. Naturalmente que son los deudores los que se ven comprometidos a que sea así: ellos tienen que probar que sus déficits tienen calidad de dinero, pagando con puntualidad los intereses debidos, aun cuando éstos, al ser impagables, se conviertan - no sin largas negociaciones - en deudas nuevas, que, junto con la suma principal, estarán gravadas de buenos intereses...
Así no faltan Estados - y entre ellos no sólo los llamados "Estados en desarrollo", sino naciones respetables - que siguen haciendo negocios año tras año con balanza deficitaria crónica. Su solvencia se mantiene gracias a la intervención internacional concertada e incluso se asegura la utilidad de sus divisas a nivel internacional, ya que sin este requisito se anularía demasiada riqueza ganada por otros y la continuidad de los negocios se vería perjudicada. Esta acción común origina naturalmente nuevos criterios para la comparación de las divisas: si la cualidad monetaria de las divisas nacionales deriva del acuerdo común de los Estados competidores, que conceden créditos a aquellos que han resultado insolventes, entonces la tasa de cambio de estas divisas ya no refleja simplemente su fuerza - a la baja - de crear capital; se debe más bien a la fiabilidad de la nación como deudora, a la confianza relativa que dispensa respecto a amortización y pago de intereses - todo ello con base en la resolución supranacional de no dejar hundir la divisa sostenida por dinero prestado. De todos los servicios monetarios que permite sopesar la tasa de cambio más allá de las fronteras monetarias es decisivo el de la calidad nacional de las inversiones financieras realizables: o sea, la estabilidad de su valor, por el que se apuesta, y los intereses proyectados. Finalmente, por cauces tan complicados, las naciones capitalistas, al renunciar generosamente al saldo de sus cuentas en valor real, se ven remitidas al axioma fundamental de su sistema económico: lo único que cuenta es la riqueza absoluta, abstracta - pues es ésta la materia por la que compiten y no papeletas de crédito sin valor.
La agencia encargada de comparar las monedas en su calidad de inversión financiera es obra de los Estados protagonistas del mercado mundial: los mercados financieros internacionales o, brevemente, ”los mercados” - agencia autorizada por ellos, dependiente de ellos, pero no bajo su control. Al afán por los negocios de los capitalistas financieros se le confian estas papeletas de crédito, avaladas no por un poder supranacional, sino por la resolución colectiva de los diversos poderes supremos, con la finalidad de que los traten según los criterios de valorización capitalista. Esa confianza que demuestran los Estados hacia el capital financiero es muy lógica, puesto que han instalado y garantizado ya dentro de su territorio un sistema de crédito en el que la deuda se emplea como pago, estableciendo de esta manera una igualdad entre deuda y pago a la que el éxito de su empleo le suprime el carácter ficticio - eso sí, mientras que el éxito corone los negocios emprendidos con ella. En este caso se ha procedido como si las deudas demostrasen su buena calidad y solidez, o sea su identidad con el Dinero verdadero, al ser utilizadas como capital financiero portador de intereses. Es costumbre consagrada entre capitalistas modernos deducir de la existencia de una renta la existencia ficticia de una suma correspondiente, calcular con ella como si fuera riqueza real e incluso venderla o empeñarla. Nada más natural que las naciones mismas, después de haber acordado apuntar las deudas en lugar de saldarlas, recurran también a esta costumbre en el manejo de las deudas internacionales. En esa esfera, el capital financiero puede una vez más demostrar con desparpajo y resolución su facultad de equiparar deudas y Dinero verdadero - los cuales, sin embargo, nunca podrán ser lo mismo - y utilizar las dos sin distinción o, incluso, preferir el crédito, el pagaré aceptado, al dinero efectivo. Claro que con esto se corre el riesgo de que el mundo de los negocios financieros, despiadado como es sabido, revele la carencia de valor relativo de más de un pagaré, cosa que sucede a diario en el interior de las economías nacionales capitalistas. Con más razón los Estados reafirman su confianza en los capitalistas financieros, dejando que éstos juzguen con pericia y objetividad la sustancia capitalista de sus créditos internacionales - materia adicional incorporada a sus negocios. Están convencidos de que su nuevo método de intensificar la competencia por la riqueza del mundo, al pasar por alto la insolvencia de naciones enteras, y creando así todo un mundo nuevo de negocios financieros, se corresponda perfectamente con la lógica de la economía que desean a toda costa. Como si las papeletas de crédito de los Estados fuesen valor real no sólo por el hecho de que los patrones del Dinero lo declaran así, sino porque son aceptadas como tal - precisamente - por la fracción libre de los negociantes financieros y como si el éxito económico de las naciones estuviese asegurado porque la clase dominante saca provecho de la comparación de las deudas nacionales.
De hecho, las naciones mundiales del comercio someten el bien supremo del capitalismo, el Dinero, - materia definitiva de la riqueza del mundo entero - al funcionalismo de las agencias de crédito. Sin embargo, las naciones no lo quieren ver así y afirman su voluntad de que las agencias de crédito sean la garantía práctica de la identidad fundamental de las monedas y, al mismo tiempo, la máxima autoridad sistémica que decide sobre la relativa identidad deudas/Dinero.
”Los mercados” vienen cumpliendo esta tarea. Cuando se les presenta un negocio gigantesco no rehuyen sus responsabilidades imperialistas.
La obtención de divisas que necesitan, así como su depósito, la gestión y el empleo a continuación de divisas ganadas, es asunto de sus bancos. Ellos desempeñan de por sí el oficio de concentrar la riqueza en dinero de la sociedad, haciendo de ella y de cada transacción a realizar en el circuito comercial del país el medio de su negocio crediticio. En el caso del dinero de denominación extranjera no hacen ninguna excepción - eso sí exigen un pago adicional por el acto del cambio, es decir un descuento en la compra y un suplemento en la venta.
El carácter de ese servicio que los bancos se hacen remunerar de manera tan sencilla, depende de ciertos puntos. Depende precisamente de la materia que les aporta su clientela comerciante o de la que va a necesitar. Pues para un banco, a la vez depósito y gestor del conjunto de las monedas ganadas o demandadas, una valuta foránea no es igual de extranjera que otra. Para ellos las divisas recibidas y demandadas, e incluso el dinero de la propia nación, poseen características especiales de las que el cliente con sus intereses particulares y limitados ni se entera. Así hay divisas que salen y entran en grandes cantidades. Su comercio es fácil: esas salidas y entradas abundantes brindan, ambas, ganancias agradables. El acumular un tesoro de tales divisas vale igual que un depósito en dinero nacional - en ambos casos sirve de base segura para negocios crediticios en divisa cualquiera, pues, en caso de necesidad, el canje de una valuta tan apreciada por cualquier otra que se desee, es algo facilísimo. Es decir, que se trata de una moneda de calidad impecable. Las monedas de tal condición son visiblemente también aquéllas que no entran en cantidades suficientes para dar abasto con la demanda. Claro que en este caso hay que abonar más para obtenerlas; el pedido no se despacha con lo que llega a las cajas de divisas de los bancos, sino que éstos lo tienen que comprar o tomar prestado de socios extranjeros. En caso de que fuera así, la divisa nacional no habría logrado acaparar el interés: evidentemente se habría demandado poco. El negocio a la inversa, es decir, la demanda de la divisa nacional por parte de colegas extranjeros, supondría la prueba contraria: cuanto mayor y más unilateral esa demanda, tanto más grande el margen para vender la divisa nacional más cara. En términos puramente bancarios, esto sería indicio de su gran calidad. Viceversa, viceversa. Finalmente, entre las monedas entregadas a los bancos, sea por parte de la clientela exportadora nacional o de cambistas extranjeros, habrá siempre algunas que no servirán para ningún negocio, fuera del hecho mismo de la compra. No existe demanda de ellas, por lo tanto no es fácil transformarlas en divisas útiles, y tampoco servirán como seguridad y base para la creación de créditos. En este caso el canje de divisas habrá llegado a su punto final sólo cuando esta valuta haya logrado transformarse en moneda útil - así sea, en el peor de los casos, a través del mismo banco central que la ha emitido y garantizado. Una complicación que le costará al cliente un descuento especial con respecto a la tasa de cambio oficial. Así queda constancia de que una moneda de esta clase es pésima. La práctica de los negocios confirma, en resumidas cuentas, esta apreciación.
Así pues, los bancos atienden a su clientela exportadora, pero este servicio es sólo el principio: concentran los ingresos y las demandas de los exportadores a nivel nacional. Eso significa que mediante sus actividades cambistas transfieren riqueza de una nación a otra por medio del saldo; hacen realmente el balance total de ingresos y salidas de dinero para su propia nación y también para las naciones contrayentes. Los cambistas hacen su negocio precisamente sirviéndose de la comparación de estas balanzas, o sea, con el valor definitivo de las monedas nacionales, el cual resulta del balance total realizado por las entradas y salidas de dinero, y por ende con la dificultad o facilidad de su intercambio. Ese negocio establece una relación del rendimiento entre naciones, lo que al mismo tiempo lo alimenta, ya que mediante sus aumentos y descuentos les pasa la cuenta a las naciones, indicándoles - en lo que concierne a la propia nación - si han cedido dinero en parte o completamente, o si han logrado enriquecerse y hasta qué punto. En el centro del negocio se encuentra siempre el dinero de la propia nación: la clase a la que ésta pertenece determina fundamentalmente el negocio de las divisas. El medio de ese negocio consiste en el valor de la divisa nacional misma, de ninguna manera en una u otra suma con la que se pueda efectuar un negocio capitalista, pues eso es asunto del comercio exterior.
Frente a este último, los bancos representan el punto de vista de la balanza total de la nación, estableciendo de esta manera la condición decisiva a la que tienen que someterse los negocios: las tasas de cambio, de las que los cambistas sacan su provecho, ilustran el hecho de que el comercio exterior es puro ingrediente del agregado económico nacional, y que, al franquear la frontera, vuelve a hacerse puro elemento de otro centro político-económico. La ley que manda en todas las operaciones del comercio exterior: o sea la comparación del rendimiento de una nación frente a otra, realizada con el intercambio de las divisas y materializada en la tasa de cambio como condición ineludible del negocio, esa ley es la substancia de las operaciones bancarias y lo que le proporciona a la banca su provecho. Concluyendo: en su primera función de servicios la banca se ocupaba de lo que concierne al dinero en el comercio internacional, asumiendo ahora, frente a los capitalistas productores y comerciantes, la posición del capitalista total real de la nación, el cual dictamina, mediante el precio de las divisas, sobre el nivel de riqueza nacional a escala mundial. De ahí que los intereses particulares de su clientela no le preocupen en absoluto.
Asumiendo la posición de su balanza total irrefutable los bancos tampoco hacen caso de los intereses del capitalista total ideal - el Estado-, quien se encarga de suministrarles el dinero esencial para su negocio. De hecho, para ellos la moneda nacional es la magnitud decisiva, pero, al mismo tiempo, de interés relativo, ya que no es otra cosa que la materia con la que quieren realizar sus ganancias. Sin duda alguna se interesan - al igual que su Estado - por disponer de una moneda de buena calidad y saben perfectamente que eso depende de la eficiencia del capital de su nación. Sin embargo, su motivo no tiene nada que ver con la preocupación de realizar balanzas positivas, eso es asunto de los gobiernos. Como capitalistas financieros, a los activistas del negocio monetario total de la nación sólo les mueve el interés de sacar el mayor provecho posible; ya sea, hasta donde se pueda, de una moneda de poca calidad - a costas del Estado o de firmas exportadoras e importadoras, o hacer ganancias con más facilidad mediante moneda buena.
Y así actúan según criterios y en esferas cada vez menos asequibles a la razón común, lo que no resta nada a su lógica imperialista.
Esta clase de negocios ya existía tiempos atrás, cuando las naciones protagonistas del comercio mundial mantenían bajo severo control los tipos de cambio - y con todo también existían márgenes aprovechables en ese entonces. Claro que estos negocios han prosperado inmensamente desde que dichas naciones han ensanchado el campo de acción de la respectiva industria nacional del crédito, otorgándole a ella la licencia de fijar el precio justo y correcto del dinero nacional hacia el exterior a través del tipo de cambio, de igual manera que al interior con el tipo de interés. Desde entonces los cambistas se confrontan entre sí con sus cálculos atrevidos y exentos de cualquier intervención administrativa, que deducen de sus datos acerca de la buena o mala calidad de una divisa. Libres y obstinados, regatean centavos de céntimos hasta acordar un tipo de cambio que haga prosperar su especulación - o fracasar. De esta manera el tipo de cambio mismo pasa de ser punto de partida a convertirse en objeto, medio - y bajo continuos cambios- resultado de un negocio que apuesta a variaciones que él mismo produce.
Ese gran paso tiene sus consecuencias. Las condiciones según las cuales los comerciantes internacionales obtienen divisas no dependen ahora solamente de la marcha de los negocios especulativos. Desde el momento en el que los tipos de cambio avanzan a objeto y resultado de la especulación, los agentes del tipo provocan por un lado variaciones tremendas en los ingresos del comercio internacional, y por otro, afectan a la totalidad de la riqueza en dinero de todas las naciones, tanto privada como pública. Ya no hay, pues, dinero que quede abrigado en su valor y determinado administrativamente por el Estado: exactamente eso han querido las potencias mercantiles mundiales para obtener así acceso a las riquezas de todas las naciones y dejar su distribución en manos de la competencia. La totalidad de las inversiones financieras de cada nación - créditos comerciales y públicos, los valores crediticios más seguros -, todo queda hecho objeto de la comparación de las divisas, y se torna inseguro. Todos aquéllos que tienen que llevar la onerosa carga de una fortuna pecuniaria no sólo tienen que preocuparse de sus réditos, sino además hacer todo lo posible para que su valor no disminuya por la mera casualidad de existir en una divisa equivocada, y velar porque crezca, aprovechándose de cualquier aumento relativo de valor.
Por supuesto que para esto también pueden confiar en su banco. Los profesionales mismos del dinero convierten todos los valores financieros en materia de su especulación. O más exactamente: hacen internacional la especulación que realizan dentro de cada nación al incluir en ella el ”factor” del tipo de cambio. De esta manera se multiplican oportunidades y riesgos - y así se pueden contrarrestar intereses con modificaciones de valor esperadas, caídas en los tipos con presumidas subidas del tipo de interés, etc... Nuevas constelaciones posibles en el futuro dan pie a nuevas opciones reales, que al mismo tiempo pueden negociarse como si fueran una mercancía-dinero. El criterio-guía de todas estas operaciones es de lo más trivial: como someten todo y cada valor a cambios continuos y a la inseguridad, los especuladores van infatigablemente tras el ideal del atesorador, tras la estabilidad del valor. Así, al perseguir el ideal de la inversión inquebrantrable, admiten la mil veces negada verdad de que en el capitalismo lo que cuenta sola y exclusivamente es dinero, auténtico dinero. La búsqueda incansable de la divisa más sólida es, al contrario, el motor de la inseguridad que ellos mismos infunden a su propio mundo de los títulos a interés; y los bancos hacen partícipes a sus socios, por supuesto, de todas sus aventuras financieras, de las cuales tienen que responder preferiblemente con sus propios depósitos.
Con este follón se está decidiendo - ni más ni menos - sobre la distribución mundial del crédito, con el que negocian tanto los capitalistas productivos como los comerciantes de las diferentes naciones y que sirve a los Estados para hacer su política económica. Y de esta forma tan intrincada se determina el flujo de la riqueza entre las naciones, y la competencia mundial avanza y se decide. Al hacer depender el dinero-crédito de naciones enteras de su especulación, ”los mercados”, con su variopinto mundo de títulos y papeles, se erigen en la función del capitalista total real internacional, que hace del dinero de todo el mundo la base de una superestructura de crédito mundial en sus manos; eso no resulta de otra cosa que de la autorización, por parte de las naciones protagonistas del capitalismo, a sus agentes financieros a hacerse cargo de toda clase de negocios de crédito a escala mundial.
Tanto es así, que al final cada día surge un tipo de cambio diferente. Ni siquiera los intérpretes de los mercados saben a ciencia cierta cómo lo logran continuamente - pero nadie pierde la razón ante lo absurdo que ellos mismos contribuyen a poner en escena.
Lo procedente es que los cambistas estén enterados de todo , sin que por ello sea necesario que se enteren de los principios de su oficio, de las razones de los éxitos nacionales en la competencia, o del porqué de las crisis monetarias; tampoco de aquello que ponen en relación, comparan en su quehacer o incluso terminan por decidir. Tener conocimientos al respecto sería más bien un estorbo. Lo que sí precisan son ”informaciones” para su negocio, o sea datos que les sirvan de indicios para acertar la ”tendencia del trend” o ”los movimientos de la Bolsa” - al final sus propios movimientos. Porque de eso depende todo para ellos: si apuestan antes que los demás al movimiento bursátil que va prevaleciendo como válido, entonces las horas o los días por los que se han adelantado a sus colegas y los céntimos o peniques que les han sacado constituyen su ganancia - siempre que los demás sean de la partida y confirmen la tendencia; en el caso contrario habrá ganado aquél que haya especulado en el sentido contrario. Es preciso, entonces, percibir ” antes que los mercados” los indicios que van a seguir ”los mercados”. Y si siguen, por la sola razón de que alguno haya percibido algo, sea lo que sea, entonces está muy bien: la especulación más válida es aquélla que emite las señales más efectivas.
Claro, ésta es una actividad irremediablemente circular, lo cual no constituye un secreto para ”toros” y ”osos” reunidos en la Bolsa. Con mucho aplomo reconocen el irracionalismo de su tarea. Aunque sepan, cuando se les pregunta, el porqué de cierto movimiento de las cotizaciones, sabrán decir con igual certidumbre que una hora más tarde el mismo movimiento continua o que - por idéntica razón - se ha producido una tendencia diferente. De vez en cuando se hacen los sorprendidos de sí mismos y de los de su categoría - sentando así al mismo tiempo una nueva tendencia. Al final acaban por creerse, en medio de su paranoia, que son amantes del riesgo y grandes temerarios, forjándose una idea muy falsa de lo que son y hacen.
Pues aunque en la pregunta sobre los criterios que rigen la especulación exitosa tenga cabida todo lo posible - bien sean los ”fundamentals” económicos y los datos políticos, o todo mezclado; bien asignaciones de crédito por un lado o quiebras por el otro; bien una ponencia de ley fracasada en un país importante o, al final, la tos del presidente: en todos estos casos resalta claramente el criterio al que obedecen los especuladores cuando andan husmeando indicios por el mundo, tomando algunos en serio y despreciando otros. Su atención se centra evidentemente en todo aquello que tenga que ver, por muy remoto que sea, con negocio y poder exitosos, o sea con la autoridad política de la riqueza capitalista al mando de una nación y con los medios económicos de una potencia estatal que se las da de mandamás mundial. (Quién ha dicho ”riesgo” y ”anything goes”? Precisamente los especuladores más ágiles son los más temerosos y los más empedernidos oportunistas del poder - y por esa misma razón se sienten incesantemente impulsados a ir de una tendencia a otra, para no desvincularse en absoluto de los más recientes cambios en las relaciones político-económicas que ellos contribuyen a crear.
Entonces, qué dan los cambistas especuladores a cambio de su dinero?
Por comenzar con lo negativo: a la riqueza de este mundo no añaden nada en absoluto. Con todo su ajetreo y prestigio no cambian en absoluto nada sobre la verdad banal de que la riqueza de las naciones es tan grande como la mercancía que se vende con ganancia, y que los signos de crédito no engrosan ni un ápice esa riqueza. El mundo no sería más pobre - dese por descontado en valores de uso, pero en riqueza real abstracta tampoco - si no existiese el mundo de la especulación de divisas.
Lo que sin embargo sí que no existiría sin esa supraestructura - para hablar de lo positivo - sería la totalidad del capitalismo internacional. Los especuladores son los mediadores de los negocios entre las naciones. Ponen en práctica la resolución de los Estados de afrontar con el total de su economía nacional la competencia internacional. Manejan el dinero de los Estados soberanos como monedas que prometen ser valor verdadero, y las someten con sus transacciones a la prueba práctica de saber hasta qué punto cumplen esta promesa en comparación unas con otras. De esta manera miden y comparan las naciones según su éxito total capitalista en el mundo, por lo tanto realizan el desplazamiento de la competencia de los capitalistas a nivel mundial hacia la competencia de las sedes nacionales de capital. Dicha competencia la convierten, a su vez, en una comparación de los valores nacionales del crédito, los cuales someten al criterio de la solidez. Ellos crean crédito internacional y lo trasladan allí donde presumen con mayor seguridad que el desarrollo de los sucesos justificará su temeridad. De esta manera hacen realidad la absurda ecuación ”crédito = confianza”, moviendo por el mundo entero la riqueza de las naciones en su forma más refinada, más efímera y al mismo tiempo más válida: en la forma de especulación con deudas, y acabando de colocarla allí donde lo reclaman las relaciones de fuerza imperialistas. Las técnicas más atrevidas de esta actividad prestan precisamente sus mejores servicios a la causa imperialista.
Por esa misma razón el juego no puede quedarse ahí. Ningún Estado, aunque haya dado licencia a ese follón, se somete sin más a sus condiciones. Ni siquiera a los que ganan les gusta verse sometidos al dictamen de los buitres de las finanzas. La especulación provoca entonces la reacción de los poderes estatales y lo hace no contra su voluntad, sino con toda intención - precisamente con su intención especuladora: los gestores del dinero provocan a sus socios de la política a acciones enérgicas, de las cuales pueden aprovecharse al mismo tiempo, pues son conscientes de que ellos y su oficio dependen de los poderes políticos, los cuales, con sus convenios, dan origen al mundo de las finanzas tanto nacionales como internacionales.
Y la reacción no se hace esperar. Hasta ahora una reacción que no los defrauda, ya que en caso contrario, ¿serían entonces tan importantes, tan audaces y tan determinantes como exige su oficio?
El primer efecto de esta forma particular de la competencia moderna es la abundancia descomunal de créditos en circulación internacional: una cantidad creciente de deudas estatales alimenta el negocio de los especuladores. El efecto siguiente estará en producir un ranking determinante de naciones, pues cuando el endeudamiento interior de los Estados es al mismo tiempo parte integrante de los mercados, con más razón la paridad monetaria se convierte en la forma de crítica más acerba a la licencia que los Estados se dan al crear crédito.
Muchos Estados no sólo tienen que resignarse a una valoración de su solvencia poco honorífica y al hecho de que se les clasifique como riesgo. Mucho más grave es la respuesta que los mercados financieros dispensan a ciertos Estados cuando éstos solicitan la certificación de sus valores crediticios como materia circulable de la especulación, y el reconocimiento de su moneda como divisa negociable. Hace ya tiempo que los negociantes de crédito han puesto en práctica lo que las naciones protagonistas del comercio internacional han querido evitar al establecer el mercado mundial de las divisas: la negativa rotunda de conceder a la mayoría de las divisas la calificación de dinero universal, o sea de dinero real que - observando la paridad correcta - puede ser equivalente de cualquier otra moneda. Esa práctica se nota en el sencillo hecho de que ”los mercados” no comercian estas divisas, ni siquiera fijan un tipo de cambio. Aún así siguen gozando de crédito, claro, a un precio en correspondencia con el riesgo que representan, es decir a intereses elevados que se han de cancelar en divisas de otras naciones. Lo que supondrá el imperativo de ganarlas y ponerlas al servicio de la deuda. Estos Estados han salido vencidos en la competencia por la repartición de la riqueza del mundo capitalista. Si logran ganar algún dinero, éste no les sirve a ellos como tal, funciona sólo como medio para probarles a sus acreedores que sus deudas tienen cualidad de dinero. Pero no por eso se les dará de baja, apartándolas de la competencia. Por el contrario, su papel de víctimas del concierto mundial de la deuda no los librará de seguir luchando por posiciones en los mercados de exportación, los obligará a someter a sus pueblos a un régimen de hambre según las prescripciones del FMI y, por lo demás, los hará solicitar condiciones benévolas para la inevitable reconversión de sus deudas.
Las naciones de mayor éxito, a su vez, no es que acumulen menos deudas que las de las llamadas naciones deudoras; al contrario, llegan a multiplicarlas con creces, pero, eso sí, en sus propias monedas. Mediante pagarés con firma y sello del Estado, arrojan al mundo un crédito reconocido y clasificado por los mercados financieros como objeto propicio y seguro de la especulación. El dinero del que son autores es precisamente aquél de las naciones ”patrias” de los mismos mercados financieros internacionales; aquella clase de Dinero en el que se concentra todo el valor realizado por los capitalistas del mundo entero. Eso les proporciona a estas naciones un balance de riqueza con una calidad tremenda: su dinero-crédito no sólo equivale a, es en su esencia dinero universal; el crédito que se fían a sí mismas es, sin más, riqueza abstracta con validez internacional.
Estos Estados son de hecho acreedores frente a las ”naciones deudoras”, a pesar de su propio endeudamiento. Los déficits de aquellas naciones se convierten en activos en las cuentas de los acreedores, y al mismo tiempo en poder político: los acreedores deciden sobre lo que otras naciones tienen que rendir económicamente, al igual que sobre las condiciones de cómo realizarlo. El otorgamiento de créditos - ya sea por parte del FMI, de gobierno a gobierno o a través de bancos, a los que el Estado ha avisado de ser él quien asumirá el riesgo - se los cobran con servidumbre política. Y escrúpulos de inmiscuirse políticamente en países pobres - por supuesto sin asumir ninguna de las consecuencias devastadoras de su actuación - les son completamente ajenos: la riqueza otorga derechos en el mundo civilizado.
Y, por lo demás, es bien sabido que los Estados mayores tienen preocupaciones mayores que la pobreza de los países pobres.
De ahí que el Estado moderno se tome el derecho de apreciar e intentar corregir, según sus intereses y expectativas, los resultados de la paridades monetarias que había encargado a ”los mercados”. Esto no equivale a que anule el encargo sobre el que la comunidad internacional de los imperialistas se había puesto de acuerdo y que ha institucionalizado; las excepciones son efímeras, y lo son sólo para evitar un caso extremo conforme a los convenios internacionales que le permiten interrumpir el libre cambio de monedas y poner raya a la especulación. Fundamentalmente su posición es la misma: la riqueza, transformada precisamente en crédito, el cual hacen circular los mercados financieros internacionales, debe ser el elemento básico de su sociedad y la fuente de su poder. Su manera de intervenir es consecuente: cuando los resultados no le convienen, entonces él se encarga de que ”los mercados” no tengan razón con respecto a los datos meramente económicos; ellos entonces son los que tendrán que corregir su tendencia equivocada. Y para que no haya el menor asomo de resultados falsos, todos los Estados capitalistas de peso intervienen en el comercio de divisas, según las reglas de la especulación, haciéndole ofertas de acuerdo con sus criterios, para darle una orientación apropiada y, al mismo tiempo, provechosa - para los especuladores lo mismo -: Están aplicando entonces política monetaria.
Así el Estado influye mediante compras de apoyo, o sea la compra de su moneda o la readquisición de títulos extendidos en su propia moneda con recursos de su propias reservas internacionales - que para este fin no hay por qué salvaguardarlas -, sobre los volúmenes de oferta y demanda que se barajan en el juego de la especulación, para que ésta se deje inducir a un trato más cuidadoso y a una apreciación más estable del dinero-crédito nacional. Sin embargo, los medios y títulos financieros son desde ya hace tiempo demasiado voluminosos como para que el banco central de una nación tenga la capacidad de corregir a fondo las condiciones del negocio. En vez de absorber con sus compras la especulación, incurrirá en el peligro de alentar el ”trend” y de ”quemar” sus reservas. Por eso, las compras destinadas a apoyar la propia moneda tienen más bien el carácter de señal y como tal es muy fácil que produzcan el efecto contrario, es decir, de señal de debilidad, hecho que la vida de la bolsa castiga arreciando las tendencias bajistas. Una impresión más positiva se logra en el mundo de los negociantes mediante intereses elevados, o sea aquéllos que el Estado paga para sus deudas y que cobra su banco central para créditos en su propia moneda. Primero, porque lo que siempre impresiona más a los capitalistas financieros son regalos en dinero. Segundo, porque el precio elevado del dinero se considera como prueba de la atención que el Estado dedica a la estabilidad de su divisa. Pero la interpretación inversa también es del dominio de los financieros: un Estado que paga intereses elevados grava el presupuesto y empeora el balance de sus deudas y, evidentemente, no puede prescindir de sobornar a capitalistas, lo que tampoco habla en favor de sus deudas; si cobra mucho por créditos a su economía, entonces se debe preocupar con más razón por la estabilidad de su moneda. Por eso los políticos de finanzas, conociendo estas interpretaciones, intentan, a veces con éxito, dar una señal de la confianza nacional en sí reduciendo los tipos de interés y poniendo con esto énfasis en la intención de impulsar un nuevo auge económico, lo cual es una consecuencia inevitable del abaratamiento de los intereses, según la convicción supersticiosa de la economía política burguesa. Pero igualmente inevitable, según el mismo catecismo, es entonces el aumento de los temores inflacionistas, que se recomienda combatir mediante una política de austeridad. Ésta no se debe confundir con la intención de frenar el endeudamiento y de liquidar alguna cantidad importante de viejas deudas. En realidad se trata de aplicar un sistema ingenioso de recortes reales o meramente supuestos, referidos a gastos estatales ”improductivos” - dinero del que sólo vive alguna gente - , y dichos recortes acompañan el incremento del endeudamiento del Estado sirviendo igualmente para afirmar que el crédito de la nación, a pesar de su incremento, continua siendo fiable. Una señal de idéntico significado se desprende de aquella maniobra, según la cual la función estatal de la creación del crédito se separa institucionalmente de la apelación al mismo, y se nombran defensores autónomos de la moneda a la cabeza del banco central - el caso alemán con su famoso BuBa. Lo que cuenta a la hora de aplicar sus políticas - políticas que de por sí no llegan a ser jamás del todo inequívocas - respecto a tipos de cambio, tipos de interés, volumen monetario etc., es que a estos señores les crean lo de su autonomía y dedicación profesional al ideal de la estabilidad de la moneda.
Con sus manipulaciones a través de la política monetaria, los Estados denotan por un lado lo mucho que les afecta el accionismo de los financieros, que terminan a la postre arruinándoles la balanza de sus esfuerzos en el comercio internacional. El estado de sus divisas les hace percibir en qué medida han podido ellos sacar provecho de la internacionalización de su negocio. Y siguen, por otro lado, consecuentemente intentando influenciar las decisiones de los mercados, ya que consideran al tipo de cambio un instrumento por cuya utilidad, para la continuidad del comercio internacional, hay que bregar. De ahí que los guardianes del crédito nacional mantengan con su defensa del tipo de cambio una posición crítica frente a los diagnósticos del sector del capital financiero, eso sí, sin que llegasen a limitar sus competencias o a suspenderle de sus funciones. Lo que quieren es utilizar en su beneficio el arte propio de este sector de calcular frente al crédito en todos sus matices nacionales, y guiarlo en la dirección propicia para que llegue a contrarrestar pérdidas propias sufridas. Con sus medidas vulnerarán a la postre y con cierta frecuencia, así se haya pretendido o no, los intereses de los demás defensores de monedas nacionales.
Sin embargo, las actuaciones en política monetaria de los grandes poderes en el mercado mundial no han degenerado en una competencia en la que el sostenimiento de un crédito nacional conlleve la ruina de otro. Inclusive en los numerosos casos en los que las balanzas, las decisiones de los mercados financieros y el juicio de las pocas naciones acreedoras dictaminaban ”insolvencia”, no se han impuesto las sanciones correspondientes. Al contrario, la política monetaria que se ocupa de la calidad del propio crédito se ha visto completada por una concertada tutela internacional sobre las balanzas de todo el globo. El régimen del FMI, que organiza la próspera continuidad del comercio mundial con socios que sufren una falta crónica de dinero, la que a su vez repercute en una devaluación crónica de su dinero-crédito, se ha extendidio a la continua gestión de los montones de deudas mundiales. Se crearon nuevas instituciones tras la resolución conjunta de sostener y reconocer deudas, tanto viejas como nuevas, como saldos activos, aunque estaba claro para todos los participantes que eran insaldables. Los famosos G-7 han brillado año tras año con acuerdos referentes a la ”crisis mundial de la deuda” y un tal Sistema Monetario Europeo se ocupa hace tiempo no solamente de tipos estables entre los países del Mercado Común, sino de la dudosa utilidad del crédito de algunos países socios...
Los servicios de estas dos secciones complementarias de la política monetaria son sólo parcialmente del dominio público. Más bien se registra con gusto el enorme auge que ha tomado el comercio mundial y el crecimiento económico del Primer Mundo. Y lo que hay de verdad en ello: al limitarse la defensa de la moneda a ”señales” como los tipos de interés y otras similares, con lo que se está respetando no sólo el funcionamiento de los mercados, sino también evitando la confrontación directa con los otros protagonistas de la defensa monetaria - ya que en la lucha por la ”estabilidad” no han faltado ni control de divisas, ni cambios obligatorios etc. -, con estas señales, o sea, se ha abierto camino al comercio internacional sin barreras. De este modo así los negociantes de todos los países del globo no han de temer impedimento estatal alguno, teniendo sólo que contar y hacer cuentas con los avatares del tipo de cambio. Y gracias al reconocimiento supra-nacional de deudas inter-nacionales en lugar de pagos, se han sostenido y desarrollado las relaciones comerciales, las cuales jamás se hubieran entablado sin los acuerdos sobre la creación de ”liquidez” mundial.
Lo que menos se percibe y no se aprecia de igual manera - aunque les preocupa bastante a los protagonistas del mercado mundial - es el estado del ”sistema monetario internacional” y de los créditos nacionales, ya que son éstos los que, en su relación monetaria, siguen representando la riqueza de las naciones. Veamos:
Los Estados que - haciendo retrospectiva sobre los últimos 50 años de mercado mundial - son respetados por el numeroso resto del mundo como ”naciones industriales” y ”potencias económicas mundiales”, disponen de una buena moneda. Se habla entonces de las tres monedas universales que en cualquier punto del globlo pueden asumir cualquier función del dinero: el dólar, el yen y el marco alemán - ”patrón monetario” europeo. Pueden intercambiarse directamente por cualquier clase de riqueza concreta y son capaces de darle el gusto a cualquier capitalista tras transformarse en moneda local de calidad inferior. Sirven para toda clase de inversión financiera, ya sea abrir una fábrica o conceder préstamos a buenos intereses, o ya sea para hacerse con garantías a las que siempre aspira echar mano el poder privado del dinero.
En su misma esencia esta buena moneda es un puro montón inmenso de crédito. Consta de las deudas que sus dueños han puesto en circulación en Europa, América y Japón, además de aquellas deudas que han aceptado en su mutuo comercio como pago y capital, otorgándoles la misma igualdad que a sus propias deudas. Y por último, consta también de aquellas deudas que, en lugar de pagos por parte de las demás naciones, se asientan tanto en las cuentas de los bancos como en los presupuestos de las potencias económicas mundiales - se sobreentiende como saldos activos.
El uso de esta buena moneda compete a aquéllos que la poseen. Ellos se fían de la garantía del poder estatal que da nombre a su moneda. Los poderes estatales se fían a su vez de que su moneda sea utilizada asiduamente, que se emplee en todos los mercados del globo, que demuestre su capacidad de acumular y confirme de tal manera la identidad-dinero del crédito nacional. Esto les concede a los guardianes de la moneda la libertad de servirse de ella, de multiplicar sus deudas, suministrándose así solvencia. Se brindan el reconocimiento mutuo de sus monedas en la medida en que su dinero sirve de medio y objeto del negocio. El sondeo de la medida adecuada la dejan en manos de los ”mercados”. Las decisiones del capital financiero internacional, sus inclinaciones por cada una de estas tres monedas universales, arrojan no sólo la aprobación, sino que determinan igualmente el volumen de las divisas con calidad de dinero universal. El capital productivo se encarga del resto del balance: A pesar de su menor peso cifrable en relación con el capital ficticio, no hay que subestimar sus servicios. Él se encarga, primero, como su nombre lo indica, de la producción y, en segundo lugar, dependiendo de los flujos comerciales, se ocupa de la transferencia de riqueza entre las naciones, ocasionando, por lo tanto, no sólo correcciones de los tipos, a los que otorga además impulsos decisivos. Sin embargo, por el otro lado, el provecho que una nación acumula a costa de otra es una cuestión del cambio de divisas y la paridad monetaria, la cual funciona como instrumento del mercado internacional, al igual que es la medida del éxito en los negocios privados y nacionales.
Para los gobiernos y bancos centrales de las potencias económicas mundiales, a pesar del alza mundial del capital ficticio, hay algo invariable: la confianza que otorgan los mercados mediante el reconocimiento de la propia moneda y su calibración frente a otras, se la ganan a base del rendimiento de sus economías. Sin embargo, hoy en día la cuestión se presenta un tanto diferente: el instrumento para hacerse con toda clase de negocio, sea fuera o en casa, es el crédito, ya que las concesiones al capital financiero y los convenios del sistema monetario mundial han dejado sus huellas; crédito cuya validez se mantiene en los mercados y que las demás naciones sostienen. Todo lo que las naciones ricas pueden permitirse tiene su base en el hecho de que le garantizan a cualquiera la utilización provechosa de su dinero, es decir, procuran que la posesión de sus papeletas crediticias en manos de nacionales y extranjeros, o sea en el mercado mundial, sea y se mantenga rentable. Cada una de las tres monedas fuertes tiene que librar la comparación con las demás y salir airosa como la mejor inversión de capital. Mientras que los mercados financieros tengan licencia de realizar dicha comparación, cada una de las tres monedas universales competirá por la atractividad de su crédito - inevitablemente a costa de las demás. El desenvolvimiento de la competencia internacional a través de un mercado financiero igualmente internacionalizado y con efectos funestos bien sabidos para una que otra moneda, no dará paso a una coexistencia pacífica - sólo por el hecho de que son tres los contrincantes.
No puede de ningún modo pasarse por alto que para hacer ganancias dentro del sector del capital financiero existen dos fuentes a disposición: La expropiación de los demás - mediante devaluación - y la creación de nuevo crédito. Esto es posible, pero tiene consecuencias para la comparación internacional. Ésta no desaparece del orden del día sin más, sino que se renueva y decide a diario. Eso sí, por una parte con una disminuida posesión de dinero: una valuta devaluada que mejor podría ponerse en la moneda en alza; con inversiones estupendas por la otra, cuyas expectativas de ganancias, legalmente aseguradas, nadie - excepto el defensor (central) de la moneda - podrá realizar finalmente. De ahí la queja desde hace tiempo de los bancos centrales de que la preferencia por su dinero sea ”meramente especulativa”. De igual calibre los quejidos del Fed americano ante los costos que acarreaban la política de altos intereses de la Era Reagan. Y los japoneses, a pesar de la atractividad de la que disfrutaba el yen, siguen con balanzas negativas. Puede que las grandes naciones monetarias anhelen la demanda por parte de los mercados financieros; sin embargo, les es muy familiar la diferencia entre una ”demanda seria” por su moneda y ”mera especulación”, que no sirve sino para aumentar su endeudamiento, sin aportar nada de entradas. Entonces registran un ensanchamiento de su crédito sin crecimiento, eso sí, con el riesgo de inflación, que se va consolidando tras el aumento en las tres magnitudes de su volumen monetario; una inflación, pues, que impedirá tanto negocios en el interior como con el extranjero - y estamos hablando de negocios ”reales”.
Con tales hallazgos y otros semejantes, los defensores más potentes de las monedas hacen pública su apreciación de lo precarios que son los servicios de su sistema monetario mundial. En correspondencia con la sapiencia económica de este siglo afirman que copiar el sistema monetario nacional en el mundo del comercio internacional vale y rinde igual. Al sustituir en el trato internacional pagos por deudas y permitiendo a los productores capitalistas servirse de la solvencia creada por el crédito, se está corroborando la conocida ilusión de que el mercado no pone límites a la producción. El crédito favorece la generación de ingentes masas de capital con las que se librará la competencia. Por eso, en el comercio mundial también es inevitable que el mercado emita, en ciertos intervalos, la información de que el poder adquisitivo no es lo suficientemente poderoso para pagar las ganancias correspondondientes a inversiones tan gigantescas. En cambio sí se han acumulado enormes cantidades de títulos de propiedad, cuyos detentores se deshacen en la búsqueda de ocasiones que les ofrezcan las mejores rentas. Y estos intereses han de pagarse, de lo contrario, no sólo quiebra algún que otro crédito, sino el sistema completo se va al garete.
En este sentido, la expansión del capital no es nada nuevo, descontando, claro está, sus dimensiones y volumen.
Una modificación considerable en las coyunturas del negocio se deriva ciertamente del hecho de que el crédito se presenta, de formas múltiples, como la esencia de la riqueza nacional. Éste se presenta como dinero en su uniforme nacional, es, por lo tanto, no solamente medio del negocio capitalista, sino la imprescindible condición de la producción de naciones enteras. De su calidad y durabilidad depende totalmente la balanza nacional. Dejará entonces de funcionar como instrumento de la vida de los negocios, que se desarrollan dentro del territorio de un Estado, tan pronto como se le retire internacionalmente el reconocimiento. Cuánto se gane dentro de una nación, con ella y en otras con su ayuda, depende de cómo salga ésta adelante en la comparación de las monedas. En la moneda nacional, en su fuerza o debilidad, se resume la utilidad y el rendimiento de la ”nación como esfera de inversión”. Lo que vale un territorio como ”sede de capital”, con su inventario vivo y muerto, suele sumarse en el dulce mundo de los entramados y dependencias internacionales en una magnitud tan simple como abstracta: valor relativo y masa de dinero.
El hecho de que esa magnitud la hallen o, prácticamente, la establezcan los mercados financieros es parte de las reglas del juego que agradan a todo gobierno mientras alcanza éxitos. Con esto posee la prueba de que ha instigado a la nación a alcanzar justamente esos resultados que cuentan. Si, por el contrario, la balanza es negativa, o incluso el comercio con crédito cuestiona la moneda nacional en su unidad y cantidad, entonces inclusive los dirigentes de potencias económicas mundiales se vuelven reacios. Si el crédito priva a la nación de su funcionalidad, entonces todo su inventario no ha correspondido a las exigencias del mercado mundial. Al no resultar la realización de una balanza nacional, los jefes políticos advierten enérgicamene a su pueblo, a la economía y a los demás - a cada uno en tono especial - en qué consiste su papel. Por lo tanto tienen que alcanzar la competividad imprescindible para el mercado mundial, ya que la riqueza de la nación no consta de otra cosa que del dinero que ella gana con todo el mundo. A los negociantes les parece convincente, ya desde hace tiempo, puesto que su riqueza privada se conserva y aumenta en la medida en que ganan con el comercio internacional. Y los demás tienen que aprender que los puestos de trabajo no se deben al mercado mundial, sino que su número y equipamiento es cuestión de ajustarlos al mercado mundial.
Si los balances nacionales no son favorables, en vistas de que, por un lado, el crédito abunda tanto que tiene más bien el carácter de deudas en lugar de representar dinero, y, por otra parte, porque el crecimiento que resulta de la venta lucrativa de producciones se afloja, entonces algo está fallando. Justamente aquello que siempre es el inventario de una nación protagonista del comercio mundial: sede de capital, el cual se asegura y conserva de manera sumamente programática. Y eso es todo lo contrario a conservador.
”Nuestras” empresas tienen que ser más productivas, por lo tanto, más rentables. En primer lugar, más que antes, y, en segundo lugar, más que las del extranjero. Entonces sus mercancías superarán a las de los demás competidores en la continua comparación de precios, serán vendidas, aportarán así beneficio a las empresas e incrementarán la balanza nacional. El punto de vista que aquí impera es el de una nación exportadora que quiere despachar sus mercancías en el mundo entero a costa de otras naciones exportadoras. Las medidas necesarias se encuentran en gran parte en el abecedario de la gestión de empresas que se aplica en las pymes igual que en los consorcios verticales. En alguno que otro caso las ayudas estatales son recomendables para que los saneamientos, fusiones y ampliaciones de capital no fallen por falta de dinero. Un precio de mercado rentable exige bajar los costos, y así el lamento sobre un pueblo trabajador demasiado caro, así como la acción de subsanar esta deficiencia, se convierten en una campaña nacional. El poder adquisitivo que reivindica el proyecto lo acaparará dentro y fuera de la nación, pues los competidores lo habrán de ceder.
Las empresas nacionales tienen que ubicarse en el extranjero, es decir allí donde su mercanía exportada sucumbe a la de los competidores. También allí donde los costos son mucho más favorables que en la vieja sede nacional. La delicada cuestión sobre si el hecho de abandonar el territorio nacional implica o no una disminución de las entradas nacionales, queda entonces resuelta: a los intereses nacionales no se sirve sólo con un patriotismo local, sino también con un patriotismo monetario - el banco de confianza del consorcio acepta con gusto divisas. El punto de vista subyacente es el de la compensación de ventajas propias de otras sedes que se han hecho así con mercados, los cuales, una vez hecha la mudanza, nos corresponderán a ”nosotros”.
Los inversores extranjeros tienen que adquirir compromisos ”con nosotros”. Eso facilita la preparación de una masa de capital bastante grande capaz de competir, ahorrando subvenciones estatales y estimulando la demanda de ”nuestra” moneda - suponiendo que las técnicas patrióticas de manejar el dinero funcionen bien -.
Incluso allí donde la inspección del mercado mundial conlleva al triste diagnóstico de que otras naciones nos aventajan desalentadoramente en lo que concierne a productos con gran porvenir y al volumen de su capital, no hay motivo para dar la batalla por perdida. La creación mediante crédito del Estado de un consorcio nacional que sea capaz de competir con los otros es, entonces, muy esperanzador, no como empresa estatal, sino, naturalmente, porque ha sido privatizada al cien por cien.
No es de despreciar el extender su comando sobre otros territorios, acción venturosa que sólo se lleva a buen cabo en raros momentos de la historia (ay, feliz Alemania reunificada), momentos que obsequian a la nación con un inventario suplementario junto a su material humano manejable. E incluso en estos casos surge algún que otro contratiempo. Los gastos inevitables para la puesta en explotación pesan sobre el crédito nacional, haciendo esperar que se conviertan en contribución. Menos mal que también hay otro método de suprimir barreras internacionales para el objetivo nacional de ganar dinero: mediante alianzas y con dinero - Europa.
Se ve así que las naciones que han escogido el capital como base de su existencia no sirven mucho para lo que se llama comunidad de los pueblos. Dicha base no se puede mantener ni desarrollar sin que se la disputen los caudillos políticos de todos los países y, sobre todo de los más importantes. La explotación de su propia sociedad, así como extranjeras, no tiene otro objetivo estatal, en concordancia con las operaciones económicas imperantes, que el nacionalismo del dinero. Asegurar e incrementar esta sustancia, lo que se interpreta para las designadas víctimas como política de financiación y ahorros, y, además, por colmo de patrañas, como acción forzada por circunstancias objetivas irrevocables, implica un comportamiento polémico hacia el extranjero. El superar la crisis siempre desmiente el internacionalismo legendario, según el cual la interdependencia de los Estados y del conjunto del mercado mundial confiere suma importancia a la cooperación y la comunión de valores. El valor por el que se apuesta en el mercado mundial, es objeto de la competencia - por lo cual es un error devanarse los sesos sobre otras ”contradicciones del imperialismo”.
Los apuros que las potencias económicas mundiales se disponen a remediar no son otra cosa que el fracaso de sus cuentas en medio de la crisis. El hecho de que el comercio exterior no haya arrojado lo que les parecía un derecho consuetudinario: el reportar riqueza en sus cuentas, haciéndoles pasar por el trance de la inutilidad relativa y temporal de su dinero-crédito. Para remediar ese contratiempo no se andan con rodeos. Intentan imponer su derecho a acaparar la riqueza monetaria del mundo hoy día totalmente libre, y el entonces inocente instrumentario de la economía de mercado se convierte en armas triviales de la competencia.
La primera arma de que disponen es el crédito que tienen. Muy lejos de recortar gastos y de hacer cuentas, no cesan de financiar negocios en todos los mercados, haciéndolo expresamente a costa del extranjero. Su interés de dar más fiabilidad, más solidez a su amenazado crédito, lo realizan acrecentando sus deudas, de las que otros deben responsabilizarse. Esto implica el empobrecimiento de las naciones socias, la devaluación del crédito de éstas, en consecuencia de que para ellas se desvanecen posibilidades de ganancia. A los socios en el comercio mundial se les designa claramente el papel de contribuyentes y deudores.
La segunda arma es la nación misma - en su función de fuente de dinero. La propiedad privada, gracias a una ancestral providencia estatal aún vigente, tiene derecho a ejercer su profesión: aportar crecimiento por encargo de la nación y de acuerdo con los apuros propios del Estado. Los demás serán sometidos a nuevas condiciones de trabajo y vida, y alimentados con el mensaje nacionalista de que su mantenimiento sólo vale la pena si le facilita al capital y al Estado ganancias en el mercado mundial. De ahí que desde hace un tiempo los puestos de trabajo alemanes, americanos y japoneses obedecen a un sí o no....
El empleo de estas armas por parte de los restantes tres dueños de dinero universal tiene sus consecuencias. Afecta a las fuentes de riqueza de la otra nacion, perjudicándola, y limita el provecho que se le asignaba a su crédito.
De todos modos no sólo aparece cada una de estas tres monedas predilectas en el haber de los libros del poder garante y de sus ciudadanos; su reconocimiento como equivalente a dinero universal brindaba a ”los mercados” y a todos aquellos que recurrían a ellas como dinero fuerte y resistente, la garantía de no haber dado ningún paso en falso y haber obtenido la seguridad deseada, al haber repartido porciones de su riqueza entre ellas. Las pérdidas surgidas de la devaluación de uno de estos créditos no podrán localizarse con garantía.
Y menos aún las pérdidas de solvencia que sufren la nación y el mundo de los negocios afectados, pues el ambicioso programa de conquistar mercados, inmanente a la política nacional de sede de capital, siempre depende del aprovechamiento del poder de compra y de la estabilidad del valor de la moneda. El traspaso de riqueza por medio de la exportación tenía por último su garantía en la solidez del medio nacional de pago. En el momento en que ésta se pierda, surge dentro del comercio internacional una especulación en tal medida que lo convierte a éste en un riesgo y, a diferencia de las actuales operaciones a corto plazo y sus derivados, en una esfera de ganancias bastante insegura.
El hecho de que los mercados financieros no sólo observen y registren cada una de las oscilaciones de las tasas de cambio, impulsadas por ellos mismos, sino que les añadan con prontitud los cálculos y previsiones propias de su esfera, todo eso relativiza los frutos obtenidos en la competencia por los vencedores. No sólo se especulará con la devaluación de una de las tres monedas universales, sino al mismo tiempo con los efectos reales o ficticios que tienen esos movimientos de las tasas sobre la vida de los negocios de todas las naciones potentes.
En resumen: La estrategia seguida en estos días de arremeter contra la invulnerabilidad de una de las tres monedas universales, socava el hermoso sistema monetario internacional, ya que no sólo la nación que sucumbe se ve afectada. Ya poco ayudará el que se movilicen cantidades considerables de nuevas deudas por parte de los Estados y otros sujetos protagonistas, instalando una masa correspondiente de fuerzas productivas para poner en venta productos de lo más selecto. Toda la operación, de por sí, no tiene nada que ver con el valor de uso y, menos aún, con el goce de los pueblos.
Ese logro es indiscutible.